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21 de julio de 2016

BOTSUANA, LA FLOR DEL BAOBAB

Es tan efímera que verla resulta una metáfora de la aventura de este viaje a través de Botsuana persiguiendo la belleza misteriosa de los árboles más espectaculares de África. Útiles pero rodeados de leyenda, recuerdan las hazañas de exploradores que […]

Es tan efímera que verla resulta una metáfora de la aventura de este viaje a través de Botsuana persiguiendo la belleza misteriosa de los árboles más espectaculares de África. Útiles pero rodeados de leyenda, recuerdan las hazañas de exploradores que antaño recorrieron este continente siempre inesperado.
En África espera siempre lo inesperado”, sentenció mi vecino de avión, un inglés gordo, de rostro enrojecido y sudoroso, que parecía escapado de una novela de Graham Greene. Rondaba los 60, vestía una chaqueta con muchos bolsillos y se bebió unas cuantas cervezas antes de que aterrizáramos en Gaborone. Cuando le dije que yo viajaba a Botsuana para atravesar el Kalahari y contemplar algunos de los baobabs más bellos de África, esbozó una sonrisa escéptica y me dijo que algún día descubriría que lo más importante en África es encontrar un bar en el que la cerveza esté realmente fría.
Confieso que fue un golpe para alguien que considera a África un continente en el que la aventura todavía es posible, pero qué le vamos a hacer: Graham Greene sabía de lo que escribía y África está llena de ingleses desengañados.
De todos modos, no tardé en olvidar al inglés gordo. En cuanto aterrizamos en Gaborone, subimos con mi amigo Andoni a un 4×4 alquilado y partimos raudos hacia el desierto. Ambos compartíamos la pasión por África y en aquel momento no pensábamos en nada más que no fuera ir en busca de los baobabs más espectaculares del continente. Íbamos bien equipados, con un GPS y un mapa, que para nosotros era casi un tesoro, que indicaba la situación exacta de aquellos árboles.
Nos detuvimos lo justo para cargar el coche con agua y alimentos para varios días y, mientras circulamos por la carretera que llevaba al norte, no hubo ningún problema. Todo cambió, sin embargo, en cuanto llegamos a las Makgadikgadi Pans. En aquellas inmensas llanuras blancas, invadidas de soledad, sal y espejismos, los sentidos nos empezaron a engañar y acabamos tan desorientados que ni siquiera el GPS parecía saber dónde estaba el norte.
En África, sin embargo, los grandes problemas suelen tener fácil solución. Cuando más perdidos estábamos, apareció de la nada un pastor con unas pocas cabras que, tomando como referencia el sol, nos indicó con gestos la dirección correcta para ir a la isla de Kubu, nuestro primer destino en Botsuana.
Durante un par de horas avanzamos por aquel paisaje ahíto de blanco, hasta que, al atardecer, se destacó en el horizonte un bulto negruzco que acabó por concretarse como la anhelada isla de Kubu. Una vez allí, montamos la tienda junto a un gran baobab de ramas torturadas, encendimos una hoguera y, caída ya la noche, nos pusimos a explorar aquella pequeña isla que era como una aparición en el desierto.
Lo que vimos no nos decepcionó. En absoluto. Había más de 60 baobabs en la isla. Crecían entre las rocas con todas las formas y tamaños imaginables, separados por un extraño muro de piedras que remitía a una civilización olvidada. El mismo nombre de Kubu es un misterio, ya que significa hipopótamos, pero ¿cómo podía haber hipopótamos en aquella isla rodeada de nada?
Nos parecía que estábamos en el epicentro de la soledad, pero en África también la soledad es relativa. Mientras preparábamos la cena, apareció un hombre pedaleando con toda la parsimonia del mundo en una bicicleta oxidada. Cuando se detuvo a nuestro lado, se presentó como “la oficina móvil”. “Esta isla pertenece al Gobierno y tenéis que pagar por acampar aquí”, añadió en plan funcionario ejemplar.
Sin salir de nuestro asombro, le abonamos la pequeña cantidad que nos pedía y nos extendió a cambio un recibo. Después comentó que a finales de noviembre, cuando llegaban las lluvias, las pans se llenaban de agua y de vida durante unas pocas semanas, antes de volver a convertirse en el paisaje desolado que ahora veíamos. No, no había hipopótamos desde hacía siglos, pero la laguna se llenaba de flamencos.
Cuando se fue, nos fijamos en la miríada de estrellas que había en el cielo y en las figuras monstruosas que dibujaban las sombras alargadas de los baobabs. Era una visión cósmica, hipnotizante. No podía haber un lugar más alejado de la civilización y tan enraizado a la tierra.
El baobab de Green y los baobabs de Baines fueron nuestros siguientes objetivos. Ambos llevaban nombres de exploradores británicos del siglo XIX, cuando la Real Sociedad Geográfica se empeñó en trazar el mapa del interior de África. Eran aquellos tiempos sobre los que escribió Graham ¬Greene: “África será siempre la de la época de los mapas de la era victoriana, el inexplorado continente vacío con forma de corazón humano”.
Joseph Green, que grabó sus iniciales en el baobab que lleva su nombre, fue uno de aquellos exploradores, como también lo fue Thomas Baines, que da identidad a un conjunto de poderosos árboles de esta especie que forman un círculo mágico junto a un lago salado. Baines llegó a participar en una de las expediciones del mítico Doctor Livingstone, pero no alcanzó la fama por sus hazañas, sino por la acuarela que pintó de aquellos baobabs en 1862.
“Aquí todo parece frío y duro”, escribió Baines en su diario. “Hay momentos en que el lago salado parece de hielo y otros en que se transforma en un mar fangoso, sin los espejismos que ayer simulaban de un modo tan perfecto paisajes de agua entre islas lejanas y tentaban a nuestros perros sedientos”.
Es sabido que del baobab se aprovecha todo: las hojas para hacer infusiones, el polvo del interior de los frutos para dar sabor a la leche y la corteza para construir canoas. Yo mismo había podido verlo en distintos poblados de África, donde suelen contar leyendas, como la que apunta que este árbol tiene su extraña forma porque Dios, enojado, lo lanzó sobre la parte más inhóspita de África cuando este se quejó de que no tenía suficiente agua. El pobre árbol aterrizó al revés, lo que explica que sus ramas parezcan raíces.
Nuestro viaje por Botsuana transcurrió sin más problemas que algún pinchazo inoportuno. Los árboles que habíamos visto eran bellísimos, pero aún faltaba algo: tanto Andoni como yo suspirábamos por ver la flor del baobab. Nos habían advertido que no sería fácil, puesto que solo vive 24 horas, pero aun así albergábamos la esperanza de verla. En esto estábamos pensando cuando acampamos bajo el baobab de Chapman, el más grande de cuantos habíamos visto, digno y solitario en pleno desierto, con una sombra generosa. Debía de medir unos 25 metros de diámetro y su tronco parecía un muro. No es sorprendente que los exploradores de antaño, entre ellos Livingstone, lo utilizaran como referencia en sus mapas, ya que podía verse desde muy lejos.
Al día siguiente, cuando nos levantamos con la salida del sol, nos encontramos con algo del todo inesperado: ¡el baobab estaba lleno de flores! Eran grandes y blancas, preciosas, y un ejército de abejas se disponía a polinizarlas.
Nos pusimos a gritar alborozados, saltando y bailando alrededor del baobab y felicitándonos por nuestra buena estrella. Cuando nos calmamos, Andoni fue a buscar sus cámaras para fotografiar las flores. Fue entonces cuando recordé la frase del inglés del avión: “En África espera siempre lo inesperado”. En este caso, el hombre había dado en el clavo. Lástima que no hubiera cerca ningún bar para celebrarlo con una cerveza muy fría.
Fotografías
La flor del baobab, difícil de ver porque solo vive 24 horas.
Un baobab en flor, de los más de 60 que hay en la isla de Kubu y que crecen entre las rocas en todas las formas y tamaños imaginables (Andoni Canela).
(Por Xavier Moret, publicado en elpais.com)