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28 de febrero de 2019

LA BUENA SUERTE Y LA MALA SUERTE

A propósito de los tremendos incendios de este verano, escuché el siguiente comentario: “¡Puchas, que tienen mala suerte en el norte, cada verano los incendios arrasan con todo! Acá nosotros tenemos la suerte de que no ha pasado nada de […]

A propósito de los tremendos incendios de este verano, escuché el siguiente comentario: “¡Puchas, que tienen mala suerte en el norte, cada verano los incendios arrasan con todo! Acá nosotros tenemos la suerte de que no ha pasado nada de eso!”.

En esa manera de pensar, que resulta habitual para muchas personas, todo es “cuestión de suerte”. Así, la vida de las personas, su felicidad o su infelicidad, su bienestar o su desventura, su salud o enfermedad, quedan entregados a los incomprensibles designios del azar.

En realidad, se trata de una manera de pensar y de vivir bastante “primitiva” -por llamarla de algún modo-, pues su consecuencia lógica es la búsqueda de mecanismos que permitan atraerse “la buena suerte”, y ese es el origen de la magia -en cualquiera de sus formas- en la historia del ser humano. Así, las personas se encontrarían sometidas a unos poderes anónimos y misteriosos -a veces, benévolos y otras veces, inmisericordes- de los cuales depende la ventura o la desventura, y en último término, la vida o la muerte.

Por cierto, existen algunas dimensiones de la vida humana en las que el azar tiene su espacio; por ejemplo, en los llamados juegos de azar, pero aun allí el cálculo de probabilidades le quita terreno a la simple “buena suerte” o a la “mala suerte”.

Esta manera de pensar y de vivir, propia del primitivismo mágico, intenta explicar las diversas situaciones de la vida (accidentes, incendios, enfermedades, etc.), excluyendo cualquier forma de responsabilidad humana. En una palabra, la vida estaría en manos de un destino ciego que -sin atender razones, motivos o méritos- reparte buenaventura a unos y desventura a otros.

En esta manera de pensar y de vivir, la responsabilidad humana en la construcción de la propia vida y en el aprendizaje de la felicidad a la que todos estamos llamados, se diluye en los laberintos misteriosos de “la suerte que te tocó”. Así, ya no tendría sentido ni buscar el bien en las propias decisiones ni el anhelo de llevar una vida virtuosa, sino que todo depende de esa “suerte”.

Entonces, cuando las personas abdican de la responsabilidad de construir su propia vida en la búsqueda de buenas decisiones, las consecuencias son el inseguro deslizamiento por la pendiente “mágica” (para beneficio de todos los que lucran con el miedo de otros que están sometidos al “destino”), la frustrante pérdida de autoestima y las depresiones ante el destino implacable que no cumple los deseos de las personas y, lo más importante, la pérdida de la capacidad de ejercer la libertad en el desarrollo de las cualidades y capacidades que se nos han dado para vivir y aprender a ser felices en esta vida.

A muchos les cuesta convencerse que no existen “la buena suerte” ni la “mala suerte”, pues se trata -en unos casos- de diversos fenómenos de la naturaleza que la ciencia en la medida de sus posibilidades y avances intenta desvelar, en otros casos está juego la calidad y bondad de las decisiones que tomamos en nuestra libertad haciéndonos responsables de nuestras decisiones y acciones.

La fe en Dios no es -como algunos piensan- un amuleto para asegurarse “la buena suerte” y evitar “la mala suerte”, sino que es -por una parte- el llamado a vivir responsablemente en nuestra libertad, y -por otra parte- es caminar en la confianza de la bondad del Dios que nos ha creado y avanzar fortalecidos por el amor sin límites entregado por el Señor Jesús. El que camina apoyado en ese amor, avanza confiado enfrentando todas las situaciones de la vida con responsabilidad y esperanza.

28 de febrero de 2019