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22 de octubre de 2020

LAS COSAS EN SU LUGAR

Para todos es evidente que estamos viviendo tiempos muy complejos, y frecuentemente en las situaciones complicadas cuesta ver con claridad, y eso es parte de la complejidad. La pandemia del coronavirus con todas sus trágicas consecuencias, la agresividad y la […]

Para todos es evidente que estamos viviendo tiempos muy complejos, y frecuentemente en las situaciones complicadas cuesta ver con claridad, y eso es parte de la complejidad. La pandemia del coronavirus con todas sus trágicas consecuencias, la agresividad y la violencia que parece enseñorearse de la mente y acciones de muchas personas, contaminando todos los aspectos de la vida de la sociedad y llenando de temores la vida de muchos; las esperanzas de unos y los temores de otros en relación al plebiscito de este domingo. En fin, son muchas cosas y todas muy complejas.

No pretendo tener todas las claridades que son necesarias para avanzar con seguridad, pero sí quisiera referirme a un asunto que ha conmocionado al país. Se trata de la quema de las dos iglesias que ocurrieron en Santiago el domingo pasado. Las imágenes que los medios de comunicación nos permiten ver sobre esos incendios sobrecogen y aprietan el corazón, y a los puntarenenses nos recuerdan lo que fue la destrucción de la parroquia de Nuestra Señora de Fátima, el 6 de octubre de 1984.

Me ha llamado la atención que personas de todos los colores políticos rechazan los atentados que destruyeron la parroquia de la Asunción de María y la iglesia de san Francisco de Borja, y deploran la pérdida de un patrimonio histórico, arquitectónico y artístico. Es verdad que tienen un carácter patrimonial, pero ese no es el punto central, porque esas iglesias tienen el mismo valor simbólico y espiritual que tantas otras iglesias católicas y evangélicas que han sido vandalizadas o quemadas, muchas de ellas sencillas capillas de madera. Se trata de un atentado contra una comunidad concreta de personas que se reúnen allí para orar y celebrar su fe, y que lo hacen al amparo de las leyes del país que aseguran que cada persona puede vivir y expresar libremente su fe religiosa, sin nada que amenace ese derecho. Se trata de un atentado contra la libertad religiosa que el Estado debe cautelar para cada ciudadano y es un absoluto desprecio por la tolerancia que debe animar la convivencia social.

Sin embargo, hay otro asunto que, más allá de la necesaria tolerancia social y del respeto a la libertad religiosa, es aún más fundamental para la conciencia de todos los cristianos. Me refiero a que a Dios no se le saca de la vida destruyendo los templos en que se reúnen los creyentes, ni esos templos son el lugar principal en que los cristianos viven su fe.

Para la fe cristiana, el templo principal donde Dios habita es cada persona. No hay templo mayor ni más importante que el ser humano creado por Dios “a su imagen y semejanza”, dice la Biblia. Es en el ser humano, ya templo de Dios desde la creación, donde Dios derrama su Espíritu y -por la fe en el Señor Jesús- lo hace “templo del Espíritu Santo”, dice también la Biblia.

Entonces, la violencia que destruye al ser humano, la violencia que significan todos los atentados contra la dignidad de las personas, son -para la conciencia de los cristianos- el mayor atentado contra el ser humano y contra el mismo Señor. La dignidad de las personas es la dignidad del verdadero templo donde Dios habita.
Por eso, no se trata, para nada de minimizar el horror que significa la destrucción de esas iglesias y la danza macabra con que los autores de esos hechos celebraban su propio oscurantismo, sino que se trata de poner las cosas en su lugar, de manera que nunca aceptemos como algo “normal” la violencia que significan los atentados contra la dignidad de las personas, contra la dignidad de los adultos mayores que deben sobrevivir con pensiones miserables, la dignidad de los niños del Sename, la dignidad de las mujeres maltratadas, la dignidad de los trabajadores sometidos a las leyes del mercado, y toda la larga lista que cada uno de ustedes puede completar.

La violencia que destruyó, en Santiago, las iglesias de La Asunción de María y de san Francisco de Borja, nos hace presente la necesidad urgente de superar todas las formas de violencia que atentan contra la dignidad y los derechos del ser humano.

22 de octubre de 2020