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7 de marzo de 2019

NADA TE TURBE, NADA TE ESPANTE

El inicio de marzo es el comienzo real del año, y por más insistentemente que el calendario nos anuncie que el año comienza en enero, los porfiados hechos muestran que -en realidad- el año comienza en marzo. En la vida […]

El inicio de marzo es el comienzo real del año, y por más insistentemente que el calendario nos anuncie que el año comienza en enero, los porfiados hechos muestran que -en realidad- el año comienza en marzo. En la vida de todos hay muchas cosas que vamos dejando «para cuando pase el verano», y eso significa retomarlas en marzo, como lo estamos haciendo ahora.

Así, este mes de marzo está marcado por el retorno de vacaciones e ingreso a clases y trabajos, el aumento del tráfico en la ciudad, las declaraciones de impuestos, el pago de deudas, que lo hacen un mes cargado de obligaciones y preocupaciones. Al mismo tiempo, eso de pensar que el verano es como un tiempo muerto o un tiempo en que pasan pocas cosas significativas no tuvo nada que ver con este verano próximo a terminar.

Y este verano tuvo de todo: los tremendos incendios que cada año están quemando nuestro país, las investigaciones por fraude en diversas instituciones uniformadas del país, algún comandante en jefe militar detenido por esos delitos, el cambio de intendente y de dos gobernadores en nuestra región patagónica, la reunión mundial de obispos que convocó el Papa Francisco para tratar el tema de los abusos sexuales y su encubrimiento, la crisis en Venezuela que prolonga el sufrimiento de ese pueblo, y un largo etcétera.

Frente a todo lo sucedido en el verano, no voy a volver sobre el asunto de la crisis de las instituciones, pero sí sobre una de sus consecuencias, como es el desencanto que parece instalarse en la vida de muchas personas y en los criterios que marcan a nuestra sociedad. Ese desencanto que es como un cansancio espiritual que no quiere saber más de los problemas que lo ocasionaron, problemas que parecen no tener solución, o no se percibe una voluntad institucional, política ni social para enfrentarlos.

Este desencanto en el que casi todo parece sonar a “más de lo mismo”, o a “no quiero saber nada más”, puede tentarnos a abandonar lo que hemos amado y por lo que hemos luchado, también puede llevar a cada uno a replegarse defensivamente sobre sí mismo, o a otros los mueve a instalarse en una crítica ácida de todo, para la cual parecen abundar los motivos.

En el desencanto nos llenamos de preguntas: ¿qué hacer, hacia dónde volver la mirada?, ¿vale la pena seguir buscando, trabajando, luchando por eso que he amado?, ¿me atreveré a volver a creer en otras personas y volver a confiar?

El desencanto puede manifestarse en todas las áreas de la vida, en todo lo que puede ser amado y -también- dejar de ser amado: relaciones de amistad, vida matrimonial, relaciones con los hijos y otros vínculos familiares, vida eclesial, relaciones en el ambiente laboral o económico, expectativas de cambios sociales, etc…

Enfrentar la fuerza succionadora del desencanto requiere de una clara decisión de no dejarse arrastrar por las inercias y la renovación de las convicciones fundamentales que animan la propia vida, como es el caso de la fe de los cristianos: “nada ni nadie nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús”. Es el momento de vivir desde las convicciones sólidas y hondas que sostienen la propia vida, pues sólo desde allí es posible mirar hacia adelante con esperanza y trabajar con pasión por hacer brotar algo que sea nuevo y mejor.

Es gran mujer que fue santa Teresa de Jesús, allá en el siglo XVI, expresó genialmente esta vivencia en medio de las situaciones que convulsionaban su vida y su tiempo:
“Nada te turbe, nada te espante,
todo se pasa, Dios no se muda.
La paciencia todo lo alcanza,
quien a Dios tiene nada le falta,
sólo Dios basta.”

7 de marzo de 2019