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6 de abril de 2016

KIN (KINSHASA) LA BELLA

Kinshasa es un gigante con 12 millones de habitantes y un crecimiento explosivo donde incluso las letrinas son un lujo que no todos pueden permitirse. Los clientes de Christian pueden estar vivos o muertos. Su lugar de trabajo es siempre […]

KIN (KINSHASA) LA BELLA

Kinshasa es un gigante con 12 millones de habitantes y un crecimiento explosivo donde incluso las letrinas son un lujo que no todos pueden permitirse.
Los clientes de Christian pueden estar vivos o muertos. Su lugar de trabajo es siempre el mismo: el cementerio Kinsuka en el suburbio oeste de la megalópolis Kinshasa, capital de la República Democrática del Congo. Aquí, en los últimos 25 años, ha enterrado miles de ataúdes. Sobre las tumbas que despuntan entre la hierba alta, Christian afeita cráneos y barbas. El pelo se esparce sobre la piedra blanca. Él mismo ha erigido muchas de esas lápidas para los difuntos de quienes confían en su cuchilla. Sus gestos cotidianos reanudan sin cesar los lazos entre este mundo y el otro.
Como las mujeres que tienden la ropa en las ramas de los árboles del cementerio, o que cargan con los cubos llenos de agua recogida en los pozos. Dicen que el agua tiene un extraño sabor ácido. Sin embargo, lo que les angustia no es el líquido que baña a los muertos, y tampoco los difuntos que regresan: la burocracia congoleña es mucho más oscura y amenazadora. Sobre todo en un espacio tan disputado como el cementerio Kinsuka.
Junto a las tumbas surgen chabolas de hojalata. Algunas son los fantasmas de las casas de ladrillo que había a poca distancia. Los propietarios guardan celosamente los títulos de propiedad, por los que han pagado a los funcionarios locales. El likasu es un pequeño fruto de sabor dulzón, pero también el nombre que se da en el Congo al dinero que se desliza furtivamente en las manos de funcionarios y directores para abrir puertas y obtener permisos.
De esta manera han obtenido cientos de familias el derecho de construir en el cementerio. Pero con los nuevos inquilinos que llegan a diario, el valor del espacio del cementerio sigue aumentando y los likasu nunca son suficientes. Unas casas son demolidas y otras se levantan, mientras las nuevas tumbas se añaden a las anteriores.
El cementerio de Kinsuka es el espejo de una ciudad en la que el crecimiento vertiginoso de la población derriba incluso los muros que separan a los vivos y los muertos.
Los nuevos kinois, como se llama a los habitantes de Kinshasa, llegan de las provincias orientales desgarradas por infinitas guerrillas; desde las centrales, donde las minas repletas de diamantes ya no son más que un recuerdo; desde el norte, donde el reciente conflicto de la República Centroafricana ha obligado a huir a los refugiados de las guerras anteriores. Desde Kivu, Kasai, Equateur: cada semana miles de personas descienden la corriente del río Congo, viajando durante días en barcazas que son casi poblados flotantes, hasta que el curso de agua se ensancha en un meandro y, en la orilla meridional, despuntan, velados por una cortina de vapor de agua, los edificios de Gombe, el distrito de negocios que en la era colonial estaba prohibido a los indígenas.
Según los cálculos de UN-Habitat, el organismo de Naciones Unidas que se ocupa del desarrollo urbano sostenible, 390.000 personas se dirigen cada año a Kinshasa, huyendo de la guerra o la pobreza, pero también para estudiar o perseguir una esperanza.
Es como si, cada año, la capital congoleña engullese una ciudad de tamaño medio, digiriéndola en su tejido urbano que cuenta, de momento, con más de 12 millones de almas.
En el informe anual The State of African Cities [La situación de las ciudades africanas] , Kinshasa ha entrado este año en la terna de las megalópolis africanas, después de El Cairo y Lagos, por encima de la media de un continente que representa también la región con el mayor índice de urbanización. Según las previsiones, en 2035 la mitad de la población africana vivirá en zonas urbanas. Y sin embargo, aún hoy, en las ciudades del continente dos habitantes de cada tres viven en poblados de chabolas. Una situación a la que el programa de acción elaborado en la pasada Conferencia de Addis Abeba de 2015 sobre la financiación del desarrollo dedica un amplio espacio: una explosión demográfica demasiado rápida puede tener efectos devastadores en los espacios urbanos especialmente frágiles, sobre todo en las infraestructuras hídricas y los servicios de gestión de residuos, lo que aumenta el riesgo de epidemias.
En 2012, la ONG británica WaterAid, que se ocupa de proyectos hídricos, puso en marcha un programa para estudiar soluciones sostenibles para las infraestructuras de Maputo, en Mozambique, Lusaka, en Zambia, Lagos, en Nigeria, y, precisamente, Kinshasa. Según John Garrett, analista de la organización y encargado de la iniciativa, el caso de Kinshasa es especialmente dramático. “La ciudad carece de un sistema de alcantarillado público y solo los barrios ricos tienen fosas sépticas”, explica. “En algunas zonas hay letrinas públicas de las que se encarga la Ratpk, (la empresa pública que gestiona el suministro de agua), algunas ONG y empresas privadas. Pero el volumen de residuos orgánicos producidos a diario es tan alto que la mayor parte de ellos se dispersa en el medio ambiente”.
Antiguamente la llamaban Kin La Belle; hoy, para los kinois, es Kin Poubelle, basura en francés, por la enorme cantidad de productos de desecho y la incapacidad del Gobierno para gestionar su eliminación.
La Unión Europea, USAID [la agencia estadounidense para el desarrollo internacional] y otros organismos de ayuda nacionales, especialmente franceses y japoneses, han acometido programas de mejora de las infraestructuras urbanas, pero para la mayoría de ellos, Kinshasa es solo una base de apoyo para las operaciones en el este del país, donde la guerra civil continúa matando.
Los principales socios económicos de la República Democrática del Congo, China en primer lugar, han reparado las calles más importantes de la capital a cambio de concesiones mineras, pero sigue habiendo muchas zonas oscuras, incluso a pocos kilómetros del palacio desde el que el presidente Joseph Kabila gobierna desde el año 2001.
A pesar de estar ausentes de los barrios de chabolas, las fuerzas de seguridad controlan el acceso. “Los extranjeros podrían dar una imagen negativa del país”, señala un funcionario de policía refiriéndose a Pakadjuma, un asentamiento ilegal que serpentea a lo largo de la vía férrea que conecta Kinshasa con Matadi, el mayor puerto fluvial del sur del Congo, pegado a la cuenca donde se descargan los vertidos de las fosas sépticas de la ciudad. El torrente Kaluma corta los poblados, atraviesa la cuenca y continúa fluyendo hasta desembocar en el río Congo. A pesar de no ser más que un conglomerado de infraviviendas, Pakadjuma es una de las zonas de Kinshasa habitadas ininterrumpidamente desde hace más tiempo.
Su posición estratégica a lo largo de la vía férrea y no lejos de las orillas del río ha hecho de ella, desde principios del siglo XX, un nudo crucial para los súbditos del Congo belga, primero, y luego para los ciudadanos de Zaire y la República Democrática del Congo que acudían a la capital para trabajar y comerciar, también en el mercado del sexo. Factores que fueron desencadenados, según un estudio de las universidades de Oxford y Lovaina, por la “tormenta perfecta” en los años veinte de la que luego surgió la epidemia mundial de VIH.
Al entrar al barrio, se aprecia que la situación no es muy diferente a la de hace un siglo. Pakadjuma sigue siendo el distrito de la prostitución barata, que se practica en los denominados kuzu, prostíbulos donde se vende sexo incluso por medio dólar o a cambio del pescado que los pescadores del distrito no consiguen vender en el mercado.
Según cuenta Nicolas Muembe, el enfermero que dirige el único centro de salud del poblado, una tercera parte de los usuarios del ambulatorio son seropositivos. La mayoría de sus pacientes son mujeres. El virus se propaga rápidamente en los cuerpos ya debilitados. “Muchas de las personas seropositivas que tratamos han tenido el cólera en el pasado y están expuestas a la disentería crónica y a nuevas infecciones propagadas por la falta de higiene”, explica Nicolás.
Solo hay dos letrinas de mampostería para una población de varios miles de habitantes. Las alcantarillas son una retícula de regatos de agua que se desbordan en la temporada de lluvias, facilitando la propagación de la diarrea y los parásitos intestinales. En las pocas camas del ambulatorio creado por Nicolás con ayuda de los cascos azules tunecinos del contingente internacional Monusco, se alternan parturientas y enfermos graves. El material sanitario lo proporciona una ONG estadounidense. Hasta 2013, después de una epidemia de cólera que provocó centenares de víctimas, el Ministerio de Sanidad congoleño no estableció otro centro de salud en la zona. En la actualidad, sin embargo, el edificio está dedicado a los decenas de miles de recién llegados en el último año desde el vecino Congo Brazzaville: congoleños también, pero refugiados de un conflicto que nunca terminó.
Los primeros habitantes de Pakadjuma llegaron a Kinshasa desde la provincia septentrional de Equateur a lo largo del río en la época del exdictador Mobutu Sese Seko, que llegó al poder en 1965 mediante un golpe de estado, y no fue depuesto hasta 1997 por Laurent-Desiree Kabila, padre del actual presidente. Los nuevos llegan porque Equateur sigue siendo una de las provincias más marginales del país. Muchos habitantes de Pakadjuma son ngbandi, la etnia mayoritaria en el norte del país, de la que procedía Mobutu, y leen la falta de infraestructuras en clave política: el abandono por parte del Estado es un castigo a los partidarios del antiguo régimen, dicen muchos.
No hay datos sobre los habitantes de los poblados de chabolas, el único lugar en el que los recién llegados pueden permitirse el lujo de disponer de un techo en una megalópolis que, según Mercer, una consultora, es la decimotercera ciudad más cara del mundo, justo después de Londres. Es una paradoja en la paradoja, la de un país donde el Estado, como dijo recientemente el experto en Congo Pierre Englebert, es demasiado débil para proporcionar servicios a sus ciudadanos, pero lo suficientemente fuerte como para mantenerlos sometidos.
La élite congoleña y los empleados extranjeros de las multinacionales gozan de instalaciones acordes con los estándares internacionales en los barrios fortificados que se multiplican en esta zona, al igual que en otras zonas urbanas de África y Latinoamérica, presagiando un futuro de creciente desigualdad. En Kinshasa, esta distopía está tomando forma en las orillas del río que ha plasmado la historia del país. Citè du Fleuve, o Ciudad del Río, es el escaparate de la Kinshasa del mañana, una zona residencial todavía sin acabar en una península asomada al Congo. Detrás del proyecto está Hawkwood Properties, una sociedad de inversión con sede en Lusaka, Zambia, que está convirtiendo en realidad los sueños de una alta burguesía que se reúne en la Semana de la Moda de Kinshasa o en los restaurantes de lujo de Gombe. Pisos y casas unifamiliares de los estilos más diversos con vistas a amplias calles con farolas.
Una limusina Hummer blanca está aparcada en una de las principales avenidas. Alquilarla durante una hora cuesta 350 dólares y un mecánico que está revisando el motor nos informa de que las reservas están agotadas para los próximos meses. Muchos pisos están todavía vacíos, pero las previsiones son optimistas, y pronto abrirán también tiendas y supermercados. La idea básica tras la Cité du Fleuve es establecer una comunidad autónoma del resto de Kinshasa, un fragmento de Europa sobre el río Congo, lejos de los estereotipos de la pobreza y la enfermedad en el país.
Sin embargo, estas imágenes se ciernen sobre ella a unos centenares de metros, al otro lado de la barandilla de protección y de un brazo del río en el que las piraguas se deslizan lentamente. Miles de pescadores viven en un conglomerado de chabolas concentradas en un pañuelo de tierra al nivel del río, expuesto a inundaciones periódicas. No pueden alejarse porque la pesca es su única forma de sustento, pero aseguran que, desde el comienzo de la construcción de la Cité du Fleuve, en 2008, su situación ha empeorado. “Los sistemas de contención para proteger el barrio residencial impiden el reflujo de río”, explica Vincent, un líder comunitario del pueblo de pescadores. “El agua se estanca, de modo que el cólera vuelve regularmente”.
La página web de la Cité du Fleuve especifica que la construcción del barrio estuvo precedida por un estudio hidrogeológico minucioso, pero cuando se les pide que comenten las acusaciones de los pescadores, no contestan. Mientras tanto, los habitantes del pueblo se protegen como pueden de las inundaciones del río, construyendo palafitos o creando terraplenes. No es suficiente, según Florence, una madre de cuatro hijos que ha colocado sacos de arena alrededor de su casa para evitar que entre el agua, que transporta heces y residuos orgánicos desechados en el medio ambiente. Ella es una de los pocos habitantes que han construido una letrina, y espera que otros sigan su ejemplo. Esta se encuentra justo a la orilla del río, en el lado opuesto de la Cité du Fleuve, la Kinshasa del futuro.
Pero en Kinshasa, el futuro es tan precario como los servicios higiénicos y de saneamiento. Un lujo que no todos pueden permitirse.
(Este reportaje hace parte el proyecto Toilet For All, realizado con la contribución de Innovation in Development Reporting Grant Programme del European Journalism Centre (EJC). Textos de Gianluca Iazzolino, Fotos de Eloisa D’Orsi. Publicado en elpais.com).

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