20 de mayo de 2011
A unos les gusta llevarse cosas, y a otros, olvidarse de ellas. Se llevaron un piano de cola, varios relojes antiguos, una nutria disecada, un cerdo de piedra, una pesada chimenea de mármol y hasta una langosta viva. Dejaron una cabra muerta, un hámster asustado, una urna cineraria, varias dentaduras postizas, pelucas de diversos colores, un loro, periquitos, piernas ortopédicas, un ojo de cristal, pijamas y ropa interior de ambos sexos, además del kit de bondage, fusta incluida, que olvidó en un hotel de Londres algún huésped amante de la disciplina inglesa.
Con los objetos y la quincalla abandonados en los hoteles se podrían crear varios museos de lo bizarro. Aunque no todo lo que se encuentra es así: algunos hoteles españoles han montado bibliotecas con los libros olvidados por sus huéspedes; y en La Montaña Mágica , un hotel rural de Llanes (Asturias), Carlos Bueno, el propietario, invita a pasar la noche a todo aquel que se presente con una rara edición del célebre libro de Thomas Mann que da nombre su alojamiento.
La balanza se inclina del lado de los que se llevan a casa un recuerdo sin importancia de su paso por el establecimiento. La mayoría elige alguna de las amenities que pone a su disposición el hotel.
¿Quién no ha echado alguna vez en la maleta, al dejar la habitación, el frasco de champú, el kit de costura, el peine, el cepillo de dientes, la caja de cerillas, el lápiz, el bolígrafo o uno de esos indescriptibles gorros de ducha con agujeritos que jamás usará? O ese bonito cenicero que tienes ahora mismo delante. No te sientas culpable, tu cleptomanía es moderada. Los hoteles dejan allí esas amenities para que los clientes se las lleven. No, el secador de pelo no es una amenity. Ni el albornoz.
Los gadgets electrónicos y las pilas de los mandos a distancia son auténticos hits. En las piezas de algunas vajillas domésticas y juegos de cubertería bastante completos brillan los anagramas de hoteles de medio mundo. Conozco a un respetable cirujano que, además de un manitas en el quirófano, es un artista escamoteando vasos y jarras de cerveza (no Luis, no eres tú). Su ya ingente colección se surte de hoteles, bares y restaurantes de los cinco continentes. Hasta la pizpireta y sinuosa Katy Perry reconoce haber hecho travesuras: Me llevo las almohadas, soy como la princesa del guisante, me gusta dormir blandito declaró en una ocasión.
La picaresca también pasa por rellenar con agua o té las botellitas del minibar, cambiar ajados edredones traídos de casa por otros nuevos (solo hay que cambiar la funda, y que conste que yo no lo hago), y hay quien, pertrechado con un destornillador, se ha llevado los picaportes, los toalleros, el secador de pelo, el portarrollos del papel higiénico, lámparas y bombillas, el equipo de música y el televisor. De las mesillas vuelan hasta las biblias de los Gedeones, y eso que en alguna de sus páginas tiene que venir aquello de «No robarás».
Los espacios comunes no se libran. Según el diario británico The Daily Telegraph, los hoteles londinenses gastan una fortuna en adornos florales, convertidos en improvisados regalos de cumpleaños o de aniversario por maridos olvidadizos. Los cuadros que adornan, o simplemente cuelgan de las paredes, tampoco. Ningún reino de la naturaleza escapa a esta peculiar forma de coleccionismo: durante la celebración de una boda en un cinco estrellas madrileño se esfumó del hall y ante las mismas narices del recepcionista un ficus de más de dos metros de altura, y eso que el macetero debía de pesar lo suyo.
¿Dónde acaba el souvenir y empieza el cuerpo del delito? La toalla, ese oscuro objeto de deseo (aunque casi siempre son blancas), marca la frontera entre lo que la dirección del hotel considera normal que el cliente se lleve como recuerdo y lo que ya no le hace tanta gracia. Cientos de miles desaparecen cada año de los hoteles del mundo, lo que supone un enorme coste para las grandes cadenas, sobre todo desde que subió el precio del algodón con el que se fabrican.
Las medidas para evitarlo son variopintas. Desde minibares electrónicos que registran los artículos que se sacan del mueble y los cargan automáticamente en la cuenta, a microchips cosidos a las toallas, sábanas y albornoces. En el Reino Unido han creado la Guest Scan, una lista negra de los clientes que tienen por costumbre arramblar con el contenido de las habitaciones, y también de los alborotadores. Los datos se guardan entre dos y cuatro años.
En un hotel de Tokio se podía leer este aviso: «Se ruega a los señores clientes que no roben las toallas. Si éste no es su caso, por favor, no lea esta nota». Otros establecimientos son más sutiles y anuncian en el baño: «Si está interesado en nuestros albornoces, puede adquirir uno nuevo en recepción por 50 euros. Si prefiere llevarse el que ha usado, tendremos que cargárselo en la cuenta». Los más imaginativos llegan a estampar en sus toallas y ceniceros etiquetas como esta: Robada por cortesía del hotel.
Algunos hoteles han tirado la toalla, valga la redundancia. La cadena estadounidense Holiday Inn, que pierde más de medio millón de unidades cada año, declaró en 2008 el Towel Amnesty Day, en el que concedía un indulto simbólico a quienes, a lo largo del más de medio siglo de historia de la cadena, decidieron secarse en casa con alguna de sus toallas. Otros, visto el éxito que tienen sus muebles y complementos, los han puesto a la venta por catálogo. Es el caso de marcas como Ritz-Carlton , Waldorf Astoria y Westin , donde te puedes llevar a casa hasta la cama (pagando, claro).
Y tú, ¿qué te llevas de los hoteles?
(Por: Isidoro Merino, en elpais.com)
Km 135 de la ruta CH 257.
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