23 de junio de 2022
La verdad es que no frecuento mucho las redes sociales, pero cuando lo hago quedo impresionado de la agresividad y virulencia con que se tratan, mutuamente, los partidarios de las opciones del apruebo y del rechazo para el próximo plebiscito por el borrador constitucional.
Parece que unos y otros han hecho de la descalificación del que piensa distinto uno de sus mejores argumentos para defender sus posiciones, y de la exclusión de otros pensamientos -con todo tipo de etiquetas- la mejor defensa de sus puntos de vista.
Estamos todavía en los inicios de las campañas de ambas opciones, pero la polarización y crispación de las posturas muestra niveles de intolerancia que no parecen augurar un porvenir que unifique a los ciudadanos, y que permita que los que triunfen sean generosos con los derrotados, y éstos acepten con humildad que perder es parte de todo proceso democrático.
En esta polarización creciente se afirma la convicción de que la verdad pertenece al propio grupo, por lo que se descarta como falsa cualquier otra opinión; sólo hay una postura verdadera, la del propio grupo, y se hace prácticamente imposible cualquier intento de diálogo. Así, se instala en muchas personas la tendencia simplista a mirar el mundo en blanco y negro, a dividir a las personas en «buenos » y «malos», y terminar pensando y viviendo con los demás -o contra ellos- como si estuvieran en una de esas viejas películas de “cow boys” -esas de John Wayne- donde los supuestos «buenos» son absolutamente buenos, y obviamente los supuestos «malos» son totalmente malos. No es difícil constatar que la vivencia de este dualismo extremo entre “los nuestros” y “los otros” ha dejado un reguero de dolores y sufrimientos a lo largo de la historia humana: división, enfrentamientos, guerras, aniquilación de los otros…
El penoso simplismo dualista que se apodera de muchos al juzgar estas situaciones, manifiesta una terca ceguera a mirarse a sí mismos y a los demás. Ceguera que impide reconocer la verdad y virtudes presentes en el otro, al tiempo que distorsiona la imagen que se tiene de sí mismo, impidiendo ver y reconocer los propios límites y errores: cuando alguien divide el mundo en «buenos» y «malos», esa persona se sitúa -obviamente- en el lado de los «buenos»; de manera que este apasionado simplismo y su ceguera conducen -inevitablemente- al ridículo de aplaudirse a sí mismo, apoyándose en la descalificación y el desprecio a otros.
Es complicado todo esto, porque quién vive prisionero de esta manera de pensar y de ver el mundo sólo en blanco y negro se siente dispensado del diálogo con el otro, se siente liberado de la autocrítica y del reconocimiento de sus propios errores, se siente eximido de reconocer las semillas de verdad del otro. En fin, se siente eximido de usar la cabeza para pensar, y dispensado de buscar la verdad en medio del trigo y la cizaña que crecen juntos, porque… ¿para que buscar la verdad si él piensa que ya la posee?
Estoy seguro que nadie quiere un futuro así para nuestro país; además, considerando que esto lo hemos sufrido dolorosamente en un pasado no lejano, y algunas de sus heridas aún siguen sangrando.
No faltará quienes consideren cualquier propuesta de comprensión de los otros como un “buenismo” condescendiente e ingenuamente equivocado, pero la historia -que es la maestra de la vida- muestra que las transformaciones de fondo siempre son hijas de la comprensión; sólo una consciencia de unidad, que supera los estrechos dualismos, permite dejar de hablar de “los nuestros” y “los demás”, para reconocernos todos en nuestra unidad fundamental como país, más allá de las diferencias que tengamos. Entonces, hay que hacer un serio esfuerzo para dialogar en vez de descalificar, y sabiendo que aceptar la realidad del otro como distinto de mí y con todo el derecho a pensar de modo diferente puede resultar difícil, pero es algo absolutamente necesario.
En la tradición espiritual cristiana hay un principio que fue formulado hace siglos por Ignacio de Loyola señalando que hay que estar más dispuesto a salvar la proposición del prójimo que a condenarla, para así acoger la verdad que puede haber en ella. Es la búsqueda conjunta de lo que es común y de lo diverso, es la fecundación mutua con lo que cada uno aporta; es, en definitiva, el reconocimiento sincero de que no somos autosuficientes. Sin esta actitud de fondo, la democracia queda reducida a un juego de poder, en que como en todos los mares del mundo, el pez grande se come al más chico.
Así también el 41% de las infracciones son por conducir sin licencia.
Así también el 41% de las infracciones son por conducir sin licencia.